En el principio fue el Edén, un espacio de belleza, armonía y abundancia en donde nada necesitaba cambiar porque la perfección no admite cambios. Es lo que llamamos felicidad y que nunca dejamos de añorar.
Pero ¿Y si no lo hubiéramos perdido? ¿Y si lo tuviéramos muy cerca? ¿Y si cada uno de nosotros fuéramos el jardín?
Gaspar Burón en “El jardín de mi vida” nos ofrece su cuerpo como espacio sagrado, como territorio en donde se recrean los sentidos, como campo fértil de cultivo.
En ese jardín él es arquitecto y jardinero. En él planta setos bajos con sus pies, construye piscinas secas con su ombligo, hace crecer césped de su torso, flores de sus pezones, hortalizas de su nariz y de su boca. Allí las orejas se convierten en árboles delicadamente podados, las manos en frondosos arbustos. Allí sus ojos son estanques.

Su obra nos permite pasear por escenarios en permanente transformación en donde el paso del tiempo es muy visible, a diferencia del jardín del Edén. En esos lugares la naturaleza es sometida por los hombres y no por los dioses.
Su jardín es un espacio de contemplación, de reflejos en las aguas de la memoria y está abierto al público, porque todos podemos recrearnos en él, pero que tiene secretos, los que nacen de la experiencia y de la sabiduría y que solo son otorgados a la persona que lo construye.
Gaspar Burón nos invita a disfrutar, a compartir el olor de las flores, la sombra de los árboles, la armonía de los setos reflejados en el agua del estanque. A reflexionar sobre nuestro propio jardín y reconocernos como únicos creadores de lo que somos y vivimos.
Así lo decía Fernando Pessoa: “Sigue tu destino, riega tus plantas, ama tus rosas. El resto es la sombra de árboles ajenos”.

