No lo puedo evitar. Cada vez que entro en una exposición de cuadros de un autor que me interesa me siento como si me invitaran a una fiesta de gente importante que conozco solo a través de los medios de comunicación, pero a los que nunca he visto. La situación me desborda. Miro a un lado y a otro, intento ir por orden, leo los rótulos de presentación, pero siempre hay algo que me llama la atención y me distrae, que me hace ir de acá para allá. Para no volverme loca siempre me recuerdo a mi misma que tengo que aprender a mirar, a conocer, a hablar tan solo con los personajes que me llamen mucho la atención, con los cuadros que se presenten a mi y no al revés..
Conocía a Lluïsa Vidal (1876-1918) muy someramente, sabía que era una pintora modernista de la burguesía catalana que pertenecía a una familia acomodada de doce hermanos, nueve niñas y tres varones, y que una de sus hermanas fue la primera esposa de Pau Casals, que fue una mujer pionera en su tiempo al dedicarse profesionalmente a la pintura y que había estudiado en París, también que había retratado a la tía abuela paterna de un amigo y que el cuadro estaba ahora en la exposición que se presentaba en el MNAC.
Cuando vi en la calle el cartel del autorretrato de Lluïsa Vidal colgando de un poste informativo del ayuntamiento, enseguida pensé que la tenía que ver en persona. Me llamó la atención su manera de mirarme desde el cuadro, como se nota que prioriza la forma de ver a quien tiene delante antes que la reproducción de si misma, como capta el momento de la creación, cuando su mirada estudia el alma y las formas del modelo antes de pintarlo. Eso es algo muy difícil de hacer.
Fui al MNAC de Barcelona y allí estaba ella en su retrato. Me sorprendió su pequeño tamaño, y que dicho cuadro se encontrara a la entrada de la exposición, mejor dicho, fuera y justo antes de entrar. Claro, pensé, quiere estar segura de quienes son los que acceden a su mundo, que nos presentemos, quiere pintarnos, que seamos nosotros los cuadros.
Me presento, dejo que me estudie y sigo deambulando por las salas, sin saber bien a quien saludar y a quien no. Entonces veo a una de sus hermanas, a Marta.

Elegante, mundana, con la boca entreabierta y una sonrisa de seguridad, está sentada en una silla con la espalda bien recta. Orgullosa, me dice que su retrato recibió el tercer premio en la VI exposición de arte internacional de Barcelona en 1914. Me despido de ella con prisas, me llaman desde la pared opuesta.
Es Francisca, otra de sus hermanas. No me mira, está absorta en su música, en su atril y en su instrumento. También está sentada en una silla, mirando al lado contrario de Marta, no está tan recta y no tiene los pies apoyados en el suelo. Es etérea y está muy blanca, es casi una representación fantasmal, como si no perteneciera a este mundo.
Sigo saludando a sus invitados, a su sobrino, a una mujer pintada al oleo en tonos grises a modo de «Grisalla».
En la sala del fondo oigo que me llaman. ¡Casi se me olvidaba! Es Agnès Armengol de Badia, la poetisa, la tía abuela del padre de Narcís. Le doy recuerdos de su familia, le pregunto cómo se encuentra, aunque a la vista está que muy bien. Me da las gracias, pero me dice que no hacía falta que le transmitiera los saludos de sus allegados, que ya habían venido ellos a verla.

Voy a la salida. No me quiero ir sin antes despedirme de Lluïsa y de agradecerle su pintura, pero no puedo, un circulo de personas curiosas la rodean con cara de interés. Qué ingenuos, pienso. No saben que es ella la única que nos está mirando de verdad.
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