narrativa

Namasté. Mi mejor experiencia en India

Era un viaje muy deseado. Cuatro parejas habíamos decidido celebrar el cumpleaños de las mujeres allí, en La India (todas nacimos en el mismo año). Yo había estado en el norte en el año 1980, cuando India no era un país emergente y la organización para todo lo que no fuera turístico era muy precaria. Sabía a lo que iba.

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Agosto, calor, monzones, inundaciones y cambio de planes porque cierran una semana el aeropuerto de la ciudad a donde íbamos por las lluvias.

Olor a carbón, a jazmín, a gasolina, a especias. Cantos en los templos, graznido de cuervos, bocinas de coches. Colores en los vestidos, en los mercados, flores, basura en el suelo, sonrisas con dientes blancos. Sabor a frutas, a té con jenjibre, canela y coriandro, boca que arde porque pica hasta lo que nunca pica.

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Sí, lo recordaba, en La India todo está vivo, hasta los dioses vestidos que emergen de las piedras. Todo es bello y diferente. La gente es amable, amorosa. Hay muchos perros por las calles, no, no están abandonados, es que nunca han tenido dueño.

Nos sentimos muy afortunados de estar allí aunque hayamos tenido que cambiar nuestra ruta. Sí, turistas afortunados que observan un mundo que no es el suyo (sí, sí, precioso, pero vivimos en Barcelona).

El noveno día del viaje hubo un poco de tensión en el grupo, queríamos ver más, aprovechar todos los minutos y seguir corriendo para no perdernos nada. Nos dimos un baño en la piscina del hotel, poco rato, ¿eh? que sino no haremos nada. Yo salgo antes para no hacerles esperar. ¡Venga, una ducha rápida y así me da tiempo de lavarme el pelo!

Resbalo en la ducha, me caigo, apoyo todo mi peso en el brazo izquierdo. Noto como los dos huesos se me empotran en la mano. Dolor, dolor y miedo. Sé que ahí se acaba mi viaje.

Cuando estás muy lejos de tu país y en un mundo tan diferente lo primero que quieres es volver a casa, y más cuando en el hospital hindú (maravilloso, por cierto) al que te han llevado te dicen que te has de operar de urgencia porque sino te quedaran secuelas.

Se para el tiempo. Ya nadie corre. Para mi pareja, mis amigos, las enfermeras, el personal del hotel, que me ha acompañado, lo único que importa es mi mano, es mi dolor. Y eso me hace llevarlo bien, no pienso que es mala suerte sino que me tenía que tocar, puro fatalismo hindú tan útil en las dificultades.

Volver no es fácil, la compañía de seguros nos marea, pide mil papeles, que vuelva sola, que me espere, para esos líos e intereses de las aseguradoras si que no tengo paciencia hindú. Por fin conseguimos un cambio de billetes, podremos volver a casa dos días después y cogiendo cuatro aviones.

Bueno, me duele el brazo, pero sigo con el grupo que continua su viaje programado. Toca un templo con cuatrocientos escalones altos y desiguales. No puedo subir, me quedo en el pueblo con un amigo, que tampoco ve claro lo de las escaleras, y paseamos por las calles y el mercado.

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Me entretengo, mi amigo se distancia un poco. Una señora mayor vestida con un sari de colores se me acerca y, sin palabras, con la mirada y con las manos, tocándose el corazón entiende mi dolor y lo comparte. Entra en mi y yo en ella. Entonces dejo de ser extranjera, dejo de llevar ropa occidental, dejo de llevar rupias y euros en el bolso y me siento más que nunca allí, siento lo que soy, lo que de verdad importa.

Duró dos segundos, quizás tres. No dije nada al grupo, imposible usar palabras para explicarlo. Aquel reconocimiento, aquel saludo lo cambió todo. Lo entendí al llegar a casa. Era Namasté:

«Lo divino que hay en mi saluda a lo divino que hay en ti».

 

 

 

 

 

DE MENHIRES Y HOMBRES

Está desde siempre en la memoria de los hombres. Impasible al paso del tiempo, al fuego, a la nieve y a los movimientos sísmicos que de vez en cuando asolan la zona.

No es muy alto, pero impone por su dureza y a la vez por su capacidad de transformar la energía que le rodea. De él emana la fuerza que recibe de la tierra.

En la noche de los tiempos lo adoraban. Nunca tuvo nombre porque era sagrado y lo sagrado no necesita pronunciarse, sólo le bastaba ser.

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Su datación es aproximada, se cree que es del tercer período megalítico, hacia el final del segundo milenio a. C. 

Hoy nadie recuerda ni sabe usar su fuerza. Hoy no tiene sentido. Sirve para acampar a su sombra, para hacer una foto más con el móvil.

Pero a veces alguien se acerca y no puede evitar tocarlo. Las manos se le escapan del cuerpo y se funden en él para convertirse en granito, en tierra y en cielo.

Ahora le llaman «Menhir del Pla del Bosc» y está en Eyne (Francia), el sitio en  donde hace más de cuatro mil años otras manos lo erigieron.

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Impertérrito al paso de los hombres y de los días porque sabe que cuando sólo seamos sombras él aún estará allí.

 

 

LA LINEA QUE SE FORMA ENTRE LA TIERRA Y EL CIELO

          Arropado en una manta, algo pequeño se mueve y lloriquea. Es mi hermana. La tiene mi madre entre sus brazos y la mece. Yo las miro y lloriqueo aún más fuerte para que mamá me haga caso, pero ella junta los labios, se pone un dedo delante de la boca y emite un sonido “chsss” señalándome la puerta. Me voy, dejo de llorar, lo entiendo enseguida: mamá ya no me quiere.

         Abandono el compartimiento del tren con dificultad, separando la puerta corredera desde abajo,  el único sitio a donde me llegan las manos, y salgo al pasillo. Tengo que mirar a lo alto para ver la cara de la gente porque soy invisible para todos los que no miran al suelo. Mi madre me acaba de expulsar de su lado convirtiendo mis plumas de ave del paraíso en las de un gorrión normal, en una niña pájaro abandonada más. En aquel momento no me doy cuenta de que el tren corre, de que se va alejando de casa separándome de mi tía, que sí me quiere sólo a mí, de las piedras de mi ciudad, de la niña con mamá única que allí había sido. No entiendo que nos vamos para siempre a otro sitio más frío y más grande, que no volveremos. No lo entiendo, pero lo sé.  

         Mamá está fuera mirando por la ventana del tren con papá y una señora. La niña bebé está sola durmiendo en un capazo dentro del compartimiento, ya no llora y me dejan que pase a verla, pero sólo un momentito, ¡chsss!, sin hacer ruido, despacio, no la toques…   

         Es fea y pequeña, pero la noto extraña, tiene la cara hinchada, muy roja, casi azul, parece que quiere llorar, pero no puede, yo también quiero gritar y avisar a mamá, pero no lo hago, algo me dice que tengo que pedir ayuda, de prisa, de prisa, pero me convierto en piedra, miro su cara y su lengua ya casi negra y no digo nada. Voy a fuera con mamá y los demás, ellos siguen tranquilos mirando por la ventana la línea que se forma entre la tierra y el cielo. Levanto las manos para que alguien me aúpe. No digo nada. Me asomo por la ventana y el aire fresco me revuelve el pelo. Mete la cabeza, mete la cabeza, dice mamá. Meto la cabeza, pero algo de mí se queda fuera para siempre.

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SAN JUAN DENTRO DEL FUEGO

El verano, mi verano de la infancia, empezaba la noche de San Juan. En el barrio se amontonaban los trastos viejos en un chaflán y entre todos los vecinos encendíamos una hoguera. Un fuego enorme entre  coches, semáforos y casas. Un fuego que calentaba la noche más corta y que la hacía luminosa, especial, fantástica.

Yo no sabía bien para qué, ni qué significado tenía aquello, pero las vacaciones, los tres meses de verano empezaban allí. Y ese tiempo sin tiempo, sin obligaciones, me ayudaba a limpiarme del colegio, a borrar el curso viejo y esperar el nuevo incluso con ilusión.

Luego me enteré de que las hogueras de San Juan servían precisamente para eso. Sí, daban paso a la luz y a lo nuevo. Todo cuadra.

En esa noche mágica había dos cosas más que me encantaban.

Nos compraban un polo de agua naranja o agua limón y quedaba inaugurada la temporada de helados. Y lo mejor, lo mejor de todo,  los fuegos artificiales. Los petardos también, pero no tanto.

Era el Todo. La celebración de los sentidos.

Mirar los colores en el cielo, las formas, las chispas que se juntaban y se deshacían. El ruido festivo, la alegría de las explosiones acompañadas de su silbido final. El olor de la pólvora y de la hoguera. El gusto dulce del helado cuando su tacto frío se transformaba con el calor de la boca.

Nunca he vuelto a vivirlo igual. Ya lo decía Lord Byron:

“Así es, no volveremos a vagar

Tan tarde en la noche,

Aunque el corazón siga amando

Y la luna conserve su brillo”

         Nunca a vivirlo igual, pero el cambio, lo nuevo, también nos permite disfrutarlo de otra manera. Y eso también es mágico. Lo entendí cuando vi estas imágenes.

Están filmadas dentro de los fuegos artificiales desde un dron.