LA FLOR CAÍDA NO VUELVE A LA PLANTA

Dos muchachas están sentadas en la arena amarilla y caliente de la playa. Cerca se ve el mar, un mar tranquilo, pero negro.

Una viste falda de flores, blusón blanco y lleva un lazo que recoge su melena con una flor prendida en ella. No mira al mar, no se atreve, mira al suelo. Está semi tendida, lángida, quizás triste, porque sabe que el tiempo de las flores y de la falda roja se acaba.

La otra está sentada. Viste una bata rosa que la tapa totalmente, parece un uniforme, quizás ha empezado a ir a la escuela de las misiones. No, la han obligado a trabajar, los extranjeros que han venido a la isla dicen que se ha de mirar hacia el futuro, ella, de soslayo y con desconfianza, mira hacia delante, pero no sabe ni le importa lo que significa futuro. Sus manos a partir de ahora solo le servirán para trabajar, no para apoyarse. Con delicadeza retiene en ellas un resto seco de lo que un día fue hierba exuberante y verde, la tendrá que trenzar para construir un cesto, mil cestos.

En la arena, frente a ellas, hay dos formas confusas, una espiral que quizás es un dibujo o una cuerda,  y una cuadrangular que parece una caja o una pastilla de jabón. Pero formando un triángulo con esos objetos hay algo que no admite duda.

Es una flor. La flor caída que nunca volverá a la planta. 

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«Mujeres en la playa de Tahiti» (1891, óleo sobre lienzo, 69 x 91 cm, Museo d’Orsay, París). Paul Gauguin.

 

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